Madrid, capital y quimera
© Carlos Garrido
Madrid

Las grandes ciudades son como libros. Tienen su cubierta, sus páginas de crédito. Sus capítulos, sus hojas escondidas donde se guardan flores secas y recuerdos. Son visibles e invisibles al mismo tiempo. Así ocurre con Madrid.

Cuando llegas, sobre todo si lo haces en el AVE, Madrid aparece de repente. En medio de un páramo reseco se levantan a lo lejos los bloques de casas, los rascacielos, el perfil de la ciudad como si fuese un fata morgana del desierto. Verla surgir de repente produce una extraña emoción. Desde lejos, Madrid parece una quimera.

Es difícil de definir una gran capital como Madrid. Hay cosas que me llaman enseguida la atención. La primera es la diferencia de escala. En Madrid las cosas parecen mucho más grandes. Edificios gigantescos, señeros, con estatuas de aurigas o ángeles en su cúspide. La calle de Alcalá o la Gran Vía están llenas de ellos. Las avenidas son tan anchas que dirías que no se pueden cruzar a pie. Tal es el torrente de coches y la distancia entre una orilla y otra. Es una auténtica megápolis. Un escenario de luces nocturnas y enormes anuncios de cine.

También percibes muy rápido el patrón diverso de relación humana. En Madrid siempre acabas confraternizando con los taxistas y los camareros. Es muy fácil hablar con la gente, y esa se muestra amable y distendida. La variedad de gentes, acentos y colores de piel resulta muy amplia. Allí nadie se asombra de nada. Y te sientes cómodo desde el primer momento. Es la quimera de la capital universal.

Si te gustan los libros, Madrid es también la cuna de los grandes cafés literarios. De las tertulias, las tardes de melancolía mirando las calles. No pierdo ocasión para ir a La Pecera del Círculo de Bellas Artes. Allá recuerdas algún relato de Camilo José Cela mientras contemplas las pinturas del techo. Y detrás del cristal la ciudad se convierte en la quimera literaria de otros tiempos. Ese resulta un gran valor. Ir al pasadizo de San Ginés y encontrarte con la silueta de Valle-Inclán, junto a la gente que come chocolate con churros. Entrar en la Biblioteca Nacional, un auténtico templo de la cultura. Visitar el Ateneo o librerías de siempre como la Pérez Galdós. Pasear por la cuesta de Moyano con los puestos de ocasión. Es tan fácil sentirse dentro de “Fortunata y Jacinta” en cualquier rincón... 

El antiguo Madrid de vinos y de copas sigue allí. En una esquina de la calle San Joaquín se puede ver una imagen de Humphrey Bogart con una inscripción: “Siempre nos quedará Malasaña”. Y es que este barrio se abre a los paseos nocturnos, entre bares bien diversos, restaurantes, tiendas curiosas, incluso un peluquero que exhibe en su local dos guitarras, como invitando a sus clientes al concierto. El viejo Madrid de las tascas y los chulos se ha convertido en una red de locales de diseño, con mucha atmósfera, repartidos en lugares como Chueca, Lavapiés o la zona de Huertas entre otros muchos.

Si algo te asombra en Madrid es sentirte en el epicentro de la historia, sea actual o remota. La ciudad está llena de estatuas de reyes, escritores, juristas y guerreros. Muchas casas conservan una placa recordando a un personaje ilustre que allí habitó. Episodios ya míticos como el 2 de mayo de 1808 son fáciles de evocar. Y al mismo tiempo, pasas por el congreso de Diputados y contemplas a los personajes y los decorados que salen cada día en los informativos. Casi no puedes creer que sean reales, que los puedas tocar. Es como si estuvieses paseando por el interior de un Telediario.

Madrid es una ciudad de jardines y museos. Eso la hace especialmente etérica, espiritual, sugeridora. El famoso Retiro, con sus hojas doradas cuando cae el otoño, el Jardín Botánico. Y muy cerca el gran museo del Prado, donde puedes pasar varias jornadas seguidas descubriendo obras maestras. Para visitar otro día el Thyssen, o el Reina Sofía. O mantener un cara a cara con la Dama de Elche en el museo Arqueológico Nacional.

No me pierdo nunca un paseo por el barrio de Salamanca. Todas esas calles armoniosas y arboladas, con tiendas elegantes. Me gusta sobre todo ventanear. Mirar los interiores de las casas, que en invierno ofrecen imágenes de calor y de misterio. Con sus cortinas, sus cuadros, sus luces de despacho. Y las porterías. Porque Madrid es la Meca de las porterías: enormes, señoriales, barrocas o neoclásicas. Silenciosas y penumbrosas.

Todavía hay más por escoger: el Madrid futurista de los rascacielos, el palaciego, el de la ópera y los teatros, el de las tiendas.... Cada Madrid tiene su quimera. Como una ciudad imposible que contiene muchas ciudades.

Lo turístico
Madrid es una gran capital turística. Por la Puerta del Sol circulan grupos de todas las nacionalidades, a la busca de ese encanto proverbial de la ciudad de los Austrias. Personalmente, no me molesta en absoluto. Me gusta mezclarme con esa población efímera, que todo lo admira y fotografía. Los atractivos imprescindibles son por supuesto la espectacular Plaza Mayor, la zona del palacio de Oriente con sus vistas magníficas, el Rastro... Madrid ha conseguido que ese flujo de visitantes no desvirtúe su carácter, cosa realmente de admirar. Lo turístico parece reforzar aún más su personalidad, ayuda a consolidarla en medio de tanta mudanza y tanto cosmopolitismo. El turista en Madrid también tiene su quimera. Que es elegante, histórica y cultista.

Música en directo
Para quien gusta de la música en directo, Madrid es un paraíso. Existe una cultura de los cafés musicales muy arraigada. La gente se sienta, bebe su vaso de vino, escucha, aplaude. Hay un respeto visible por el artista, un gusto por degustar los detalles del directo. Un silencio y un aplauso a la medida. Madrid cuenta con locales de conciertos muy conocidos, como pueden ser el Joy Eslava o el Galileo Galilei. Pero sobre todo con una gran abundancia de cafés medianos o pequeños, con su parroquia y su propio estilo. La Coquette con el blues, el Populart con el jazz, el Soul Station, la Boca del Lobo... Personalmente, me gusta mucho Libertad 8. Es un espacio diminuto, donde casi te salpica el sudor del cantautor. Tiene un sabor muy parisino. Mientras bebes una cerveza y comes unas palomitas, te olvidas del mundo exterior. Como si lo real fuera la música y la palabra cantada.

Barcelona, 1950. Escritor, periodista y divulgador. Ha publicado una cincuentena de libros, centrados en el mundo antiguo, la arqueología y el testimonio.

En el campo del testimonio, ocupa un lugar central el libro ‘Te lo contaré en un viaje’ (2002), en el que narra la historia de su hija Alba. Pertenecen a la misma serie La memoria de las olas (2010), La estrella fenicia, memorias taumatúrgicas (2014) y La gente bella no surge de la nada (2016).

Desde el año 2011 dirige espectáculos divulgativos sobre la historia y el patrimonio, que incorporan teatro, música e iluminación. Esta faceta dio lugar a la creación de la compañía Carlos Garrido Escènic.