Generalmente asociamos el conocimiento de la historia con datos y cronologías. Pero la historia no solo se aprende o se estudia. También se siente, se palpa, incluso se huele. Y para demostrarlo, no hay más que viajar a Córdoba. Cuya característica principal es el esplendor de los sentidos. ¿Quién no se ha dado cuenta de ello paseando por su casco antiguo? Por esas calles estrechas y laberínticas. Donde te sorprenden una plaza diminuta, una farola, una imagen del Cristo. Pero, sobre todo, en las que se percibe la inmensa riqueza de los patios. Esos patios que huelen igual que hace siglos. Como si fuesen todavía omeyas o romanos. Los patios cordobeses son una arquitectura de la sombra y el equilibrio. Con el sonido de una fuente y una sensación de tiempo suspendido. La visita a la mezquita-catedral se encuentra entre las experiencias más inolvidables que se puedan vivir en el campo del patrimonio. No hallaríamos otro espacio como ese, que parece extenderse hacia el infinito lo mires desde donde lo mires. Con las columnas, los arcos de herradura, las medias luces y las resonancias. La Mezquita es una auténtica lección de historia sin libro ni cronología. Allí, en silencio, puedes comprender la mística sufí o la piedad musulmana sin más requisito que la observación y la receptividad. Córdoba completa ese carácter con otro conjunto absolutamente romántico: Las ruinas de Medina Azhara. “La ciudad brillante”, nacida según la leyenda de una ofrenda de amor. Y que pese a la ruina y el paso del tiempo, conserva ese hálito delicado y profundo de los poetas arabigoandaluces.
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